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El escolar y el nigromante


En otra ocasión Patronio habló de esta suerte:

—Señor Conde Lucanor, hubo en Santiago un escolar de Teología, sobrino del obispo, que teniendo grandísimo deseo de aprender la nigromancia, oyó decir que el más grande maestro que en tal ciencia había era don Illán de Toledo.

Trasladose a aquella ciudad, y apenas llegado buscó la casa del maestro, a quien halló en una retirada sala de su vivienda, leyendo en un gran libro. Cuando entró el escolar, levántose con fatiga el nigromante para recibirlo, le tendió amistosamente las manos, hízole sentar a su lado y dispensóle grandes muestras de cordial acogimiento.

Era ya muy anciano y de estatura escasa. Su cuerpecillo débil y encorvado perdíase entre los pliegues de la ancha loba oscura en que se envolvía, y de su rostro, bajo la gorra de negro terciopelo, apenas se veía otra cosa que las grandes gafas, tras las cuales relucían sus verdosos ojillos, y las caudalosas barbas de nieve que le bajaban por el pecho.

No consintió en saber qué asunto había traído a su casa el forastero hasta después de haberle hecho comer en su compañía, regalándole con muy sabrosos bocados.

Así que hubieron comido, retiráronse los dos a una estancia más apartadas, y allí, el sobrino del obispo manifestó al maestro sus fervientes deseos de aprender las artes mágicas, prometiendo, por tal servicio, dar al nigromante cuanto en su poder estuviere.

–Yo os mostraría gustoso todos mis secretos–díjole don Illán–; mas ya sois ahora persona de calidad y con el auxilio de mi ciencia llegaréis a los más altos estados, y como los que se ven en una situación elevada olvidan fácilmente a quienes les ayudaron a ganarla, temo mucho que mis desvelos por adoctrinaros queden sin el premio debido.

Juró y perjuró el escolar que por muy alto que estuviera siempre recordaría a quién debía su fortuna y que había de hacer en todo lo que le ordenara su maestro.

Después de muchas nuevas dudas del nigromante y muchas promesas renovadas del escolar, resolvióse por fin el primero a mostrar al letrado los comienzos de su ciencia.

Pero no podrá ser aquí–díjole don Illán–, sino que habremos de recogernos a un lugar más secreto.

Llamó después a una moza, criada suya, a quien pidió una lámpara, y le encargó que se procurara perdices para la cena, aunque sin asarlas mientras él no lo dispusiera.

Cerró la estancia en que se encontraban, no bien hubo salido la criada; con mucho misterio sacó una llave de oro de su pecho; abrió con ella una puertecilla que había en la pared, encubierta por los tapices que decoraban la sala, e invitando al escolar a que lo acompañara, comenzó a bajar, con su lámpara en alto, por una estrecha escalera de piedra, con bóveda de ladrillos, que de la puertecilla arrancaba. Al principio, el escolar pretendió llevar cuenta del número de peldaños que descendían, pero tan numerosos eran y tanta atención tenía que prestar a los rápidos giros que sobre si mísma hacía la escalera, sino quería enumerar los escalones con sus costillas, que bien pronto perdió la cuenta. Bajaban y bajaban, alumbrados por la palpitante llama de la lámpara, que no lograba triunfar de las tinieblas de la bóveda, y al mozo le dolían las rodillas de tanto bajar y le parecía que a tanta profundidad debían encontrarse que sobre sus cabezas rodarían las eternas aguas del Tajo.

Más de pronto terminó la escalera y penetraron en una ancha cámara muy bien alhajada, de cuya erguida bóveda pendían varias lámparas. El suelo estaba cubierto con tapices de vistosos colores; a lo largo de los muros, en ricas anaquelerías mostraban sus lomos de pergamino cuantos libros se escribieron sobre materias de hechicería, y no faltaban mullidos divanes en que el lector pudiera acomodar su cuerpo.

Sentáronse en uno de ellos, y apenas comenzaban a tratar de por cuál obra principiarían sus estudios, cuando de improviso se presentaron cuatro hombres y entregaron al escolar una carta del obispo, su tío, en que le decía cómo se encontraba muy enfermo, rogándole que apresurara la vuelta a su lado si había de verlo con vida. El escolar, aunque muy triste por el mal de su protector y pariente, no quiso interrumpir tan presto sus estudios, y contestó con otra carta, disculpándose por no poder ponerse en camino inmediatamente.

Partidos los mensajeros, el escolar y su maestro metiéronse en el estudio de los libros de nigromancia, y tanto era su celo, que no interrumpían la lectura para comer, dormir, ni cosa alguna.

De allí a unos días, presentáronse cuatro nuevos mensajeros, los cuáles traían al escolar noticia de cómo su tío el obispo había fallecido y se hacían trabajos en el cabildo para que fuera él el elegido para ocupar la silla episcopal. Mucho se entristeció y regocijó el escolar con tales nuevas, y partidos los emisarios, maestro y discípulo volvieron a sumergirse en la lectura de los libros mágicos.

A poco de aquello, llegaron cuatro nuevos emisarios, ricamente vestidos y ataviados, quienes, besando las manos del escolar, entregarónle las cartas en que se le hacía saber cómo acababa de ser nombrado obispo de Santiago.

Oído esto por don Illán, fuése a arrodillar a los pies de su discípulo, diciéndole cuantas gracias daba a Dios de que en su casa hubiera recibido tan dichosas nuevas, y suplicándole, que, en recompensa de los servicios que le había hecho hasta aquella fecha, quisiera dar a un hijo suyo el cargo de deán que estaba sin ocupante.

Me habéis de dispensar por esta vez–díjole el nuevo obispo–; pues ese deanazgo lo guardo para un mi hermano, pero veníos conmigo, y no faltarán ocasiones en que os pueda mostrar mi agradecimiento.

Partieron aquel mismo día para Santiago, donde fueron muy bien recibidos de pueblo, cabildo y clero.

No mucho después, recibió el obispo cuatro enviados del Papa que le notificaron cómo Su Santidad lo había elegido para arzobispo de Tolosa, haciéndole además la merced de que pudiera designar quien bien quisiera para desempeñar el obispado que quedaba vacante.

Oído esto por don Illán, fuése a arrodillar a los pies de su discípulo, y alabándose de cuantos trabajos había pasado hasta entonces por servirlo, le suplicó, que en pago de ellos, quisiera designar a su hijo para el obispado.

También por esta vez me habéis de perdonar–respondióle el recién nombrado arzobispo–, pues esta dignidad la reservo par un tío mío, hermano de mi padre; pero veníos conmigo a Tolosa y ocasiones sobradas habrá en que cumplidamente os pueda recompensar como bien lo teneís merecido.

Mucho se disgustó el nigromántico, mas, con todo, partió con el arzobispo para Tolosa, donde fueron muy bien recibidos de los condes y de cuanta gente buena había en aquella tierra.

Dos años hacía que habitaban allí, cuando llegaron cuatro legados del Papa con cartas en que era nombrado cardenal el arzobispo, y en que se le autorizaba, además, para que pudiera elegir a quien bien quisiera para el arzobispado que dejaba sin señor.

Oído esto por don Illán, fuése a arrodillar a los pies de su discípulo, y ponderando los grandes servicios que le había prestado en los años que con él había vivido, sin que nunca , ni en la cosa más pequeña, hubiera sido recompensado, le rogó que nombrara a su hijo para la silla arzobispal de que podía disponer.

Aún por esta vez me habéis de perdonar–le respondió el cardenal–, pues este arzobispado ha de ser para un hermano de mi madre; pero veníos conmigo a la corte del Papa, que yo os prometo haceros allí tales mercedes, que al ver su valor, no os pesará haberlas tenido que esperar tanto tiempo.

Montó en gran cólera el nigromante al verse burlado nuevamente, mas en espera de los ofrecidos favores, partióse con el cardenal para Roma, donde fueron muy bien recibidos de los cardenales y de cuantos residían en la Corte romana.

Corrió así mucho tiempo, y cada día le recordaba don Illán al cardenal sus promesas de siempre, sin alcanzar otro sabroso dón que palabras de disculpa y esperanza, cuando, muerto el pontífice el cardenal fue nombrado Papa.

Apresuróse don Illán a ir a postrarse a los pies de su discípulo, el nuevo Papa, y recordándole la larga serie de servicios que en tal dilatado tiempo le había prestado sin haber recibido gracia alguna en pago de ellos, le suplicó, que ya que tenía los destinos de la cristiandad entre sus manos, quisiera darle recompensa proporcionada a su poder y a sus méritos.

El Papa le respondió, una vez más, que tuviera paciencia, y entonces el maestro, fuera de sí de ira, al ver que a su discípulo ya no le quedaba a dónde ascender en lo humano, y que si entonces no eran premiados sus servicios podía dar por perdidos tantos años de afanes, dijo violentamente:

Bien sospechaba yo este final cuando tantas promesas me hicistéis, largos años atrás, en mi casa de Toledo. Justo castigo recibo, ya que, a pesar de mi experiencia del mundo, fui lo bastante cándido para confiar en vuestro agradecimiento.

–¿Quién sois vos para llamarme desagradecido?–interrumpióle muy enojado el Pontífice–. Mirad lo que habláis si no queréis que os sepulte en un calabozo por toda vuestra vida como encantador y como hereje.

De manera tan resuelta lo dijo, que don Illán cobró miedo, pensando que lo haría según sus palabras, y cambiando de voz, humildemente, le suplicó que por lo menos le diera licencia para irse a pasar en paz los últimos años de su vida en su pobre retiro de Toledo.

Avínose a ello el Papa, y el nigromante le rogó todavía que quisiera darle de que comiera por el camino, pues él no tenía dinero para las posadas.

Para hombre como vos–díjole el Papa–no hay ni un grano de trigo en mis graneros.

Entonces habría de contentarme con lo que tenía dispuesto para la cena–dijo don Illán con tono resignado.

Pero de pronto prorrumpió en grandes voces:

¡Eh!, ¡hola, criadas! ¡Asad las perdices! ¡Es ya tiempo!

Al oír tales gritos, el escolar de Teología, todo aturdido como quien despierta de un sueño, encontróse en la apartada cámara de la casa del maestro de nigromancia de Toledo, tan escolar de Santiago como cuando había llegado, y lleno de confusión y vergüenza, vio cómo el judío, alzándose de su sillón, le decía muy iracundo, señalando a la puerta:

Iros ahora mismo enhoramala, señor escolar; que con quien guarda en su pecho tanta ingratitud no comparto yo mi sabiduría ni las perdices de mi cena.

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