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La hora de la cuenta final

Buenos y malos padres, vejez y funerales 



La muerte nos vuelve al pensamiento de forma intermitente, es lo suyo, destino fatal. Pero cuando muere un ser querido que nos toca especialmente el corazón la reflexión es más profunda, adquiere tintes de dolor, toca el alma. Murió Tío Lalo, un hombre bueno donde los haya, y no porque sea el día de las alabanzas, hay consenso en este parecer como para pocas personas haya escuchado yo. Un hombre bueno en casa, lujo de padre,  esmerado compañero, cariñoso tío, buen vecino, alegre, positivo, trabajador, empático y sensible. No me paso, recojo el sentir general de quienes tuvimos la suerte de disfrutar momentos de su vida, encuentros de buen humor, apoyo moral, chistes, cariño destilando por los poros, todo lo que diera a la vida un subidón. En las coronas de flores sus amantísimos hijos y esposa le han brindado sendas leyendas: “Salud y hambre”, su lema de gozoso comensal, y  “El hombre que nunca dejó de cantar”, porque su hakuna matata era cantar, lo que fuera, cantos de la montaña o marineras, cuplés o sevillanas. En su interminable repertorio tenía una canción para cada momento, sobre todo después de disfrutar de una buena mesa. Tuvo una despedida alegre, a su gusto, como fuera su vida, cantando. Le cantaron sus hijos. Adíos Lalo.

En el otro extremo de la reflexión encontramos otro tipo de hombre que malgastó su vida atacando a los demás, arreándoles como si fueran ganado. Padre perverso, azuzador e indolente que se hacía respetar a base de violenta autoridad, tan duro y cruel que en su goce perverso se jactaba de salir ganando con engaños, de estafar, de chantajear. Un hombre que con gesto impávido, e incluso media sonrisa cínica, perseguía a los débiles para hacerles sufrir hasta aplastarles dejándoles irredentos como si les hubiera pasado un bulldozer. A ese hombre nadie le cantó con amor, nadie vertió lágrimas verdaderas, le despacharon con los rituales al uso, eso sí, con una esquela muy grande y mucha pamplina impostada, era lo que había exigido en vida, calarradas de impostura, que se queme la casa pero que no se vea el humo, imponía el lema familiar. A su paso dejó una prole moralmente arrasada, desprovista de empatía, de sensibilidad, enfadada con el mundo y con una voracidad insaciable de aprovecharse de quienes tuvieran la desgracia de cruzarse en su camino, incluso entre ellos mismos. Ser de Luz o Ser de Sombra.



Historias para la prensa de Elisa Docio
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