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El beso se hace conjuro

Enero soliviantado se cubre de nubes de malos propósitos. Se agolpan a empellones, echando a las demás para hacerse sitio, disputando cada metro de horizonte por llegar las primeras. Desde arriba Palencia parece pequeña e indefensa, un borroso espacio de luz a medio camino entre Cerrato y Tierra de Campos. Por la noche la vida se refugia en casa buscando fuerzas para el día siguiente.

 
El parque se ilumina a la cadencia del semáforo de la calle. Abandonados a su resignación algunos juegos gimnásticos yacen en el centro, esperando que al día siguiente algún anciano desocupado mate una porción de la mañana dando vueltas a una manivela o simulando un esquiador de fondo sobre unos balancines. Amparándolos y envolviéndolos abetos y pinos los defienden de las inclemencias de enero. Nubes malcontentas que no auguran nada bueno ayudan cegando la luna.

De momento la paz no cede y sólo sopla un leve airecillo que arrastra hojas y acuna las ramas más débiles y alejadas. Para los que prefieren la tormenta a la helada el momento es ideal para pasear y ventilar propósitos e intenciones, consintiendo a la cabeza vagar al lento ritmo de los acontecimientos nocturnos. La hora es dulce y una ventana abierta muestra al parque murmullos familiares, explicaciones en torno a la mesa y una caricia fugaz.

Las nubes se dan codazos y se animan mutuamente, ninguna quiere ser la primera pero al final la más joven se alborota y deja salir un relumbre que ilumina un santiamén el parque. Enseguida otras la copian y se establece un diálogo de truenos perezosos y graves que en ronca tormenta de ideas debaten cómo pasar la noche. Un rayo centellea y le responde un trueno de voz imponente; al otro lado una nube obesa no se calla y reclama con voz chillona, coros grotescos subrayan por lo bajo la disputa sustituyéndose unos a otros, imponiéndose, empujándose todos para hacerse sitio en la noche. Huele a lluvia, se siente venir, y eso que el Carrión, que suele ser chaval reposado, corre como adolescente henchido. Una pareja, que cruzaba queriéndose, aprieta el paso a pesar de que no tiene prisa. De pronto ella se para, pide más y él se lo da en la boca.

El beso se hace conjuro y tanto alboroto se deshace en nada. Sólo los abetos, algo nerviosos, tardan en calmarse y se agitan como si algo les preocupase, ellos que han resistido mil arrebatos del cielo cada invierno se remueven todavía algún tiempo. Pero vuelve la tranquilidad al parque, marcada por la intermitencia del semáforo. Abandonados a su resignación algunos juegos gimnásticos esperan al anciano del día siguiente. Bajo la intensa luna blanca pinos y abetos los acompañan hasta el amanecer.







Cuaderno de Pedro de Hoyos
Es Palencia; es Castilla, oiga

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